domingo, 11 de septiembre de 2011

Coincidencias repetidas.

Narrativa
Hace diez años me pidieron que escribiera sobre lo sucedido en Nueva York el día anterior, once de setiembre. Era demasiado joven para sostener con argumentos respetables, mejor expresado, aceptables, lo que pensaba. Escribí un relato. La ficción tiene la virtud del eufemismo. La excusa de la invención. Fue profusamente publicado. Su idioma original era el gallego.














En el autobús en que viaja Ernestina González todos lloran menos ella. Ella sólo recuerda. La cabeza de gigante de su yerno recostada en su minúsculo regazo, empapado en el llanto de él. Recuerda otro once de setiembre, otros aviones, otro olor a muerte: dulzón y espeso como éste que ahora respira. Recuerda su Chile natal. Recuerda el ruido de los vuelos rasantes, un silbido hiriente, la explosión después. Recuerda los programas de la radio interrumpidos por marchas militares. La vecina gritando: “Bombardearon La Moneda”... Se recuerda corriendo por las calles buscando un taxi, a los policías y bomberos que le impidieron pasar: “Perímetro restringido”, argumentaron. Sus protestas inútiles: “Mi esposo, mi esposo está ahí”. Recuerda los largos días esperando las listas de supervivientes, sus viajes a la Embajada Americana demandando ayuda para encontrar, aunque sólo fuese, el cadáver de su marido. Se acuerda de la carta de Nixon: “El pueblo americano comparte su dolor”. Recuerda la bolsa negra que le entregaron con la instrucción explicita de no ser abierta “por motivos de seguridad”. Recuerda a quien comandó el bombardeo entrar bajo palio en un templo, rodeado de hombres vestidos con túnicas, que rezaban a un Dios lejano y justiciero que les había ordenado destruir aquel edificio; donde su marido, su amor, se ganaba la vida como traductor. Recuerda, también, que a los asesinos los habían entrenado los que ahora se rasgaban las vestiduras. “Eran el único freno al socialismo”, le dijeron. “Los asesinos no frenan nada, sólo matan”, les contestara ella. Recuerda. “Comprendemos su dolor. Su marido era americano como nosotros, son daños indeseados. Cuestiones de alta política que usted no está preparada para entender”, la mano fláccida y sudorosa de Kíssinger derramando la mentira en la suya, entre unos dientes pintados de sonrisa de cartón. Le aconsejaron que se viniera para Estados Unidos, para Nueva York. Allí podría reconstruir su vida, darle un futuro a la hija que llevaba dentro. Recuerda, porque le parece estar viviendo lo que ya hace tanto vivió. Unos asesinos entrenados y financiados por los mismos que ahora les declaran enemigos. Los vuelos rasantes de aviones. Destruido el edificio donde trabajaba su hija. Un cadáver que nunca aparecerá, a lo más en forma de un plástico negro. Un perímetro vedado a las familias, marchas militares, banderas y arengas en la televisión. Cartas de condolencia del Presidente. Autobuses de familiares llorosos, blandiendo fotografías de instantes irrecuperables. El castigo no tardará en llegar, dicen; como ya dijeron la otra vez. Recuerda. Cuántas vidas de más inocentes costará esa justicia que se morirá de vieja, cómo aquella, en una finca apartada rodeada de guardaespaldas o en una jaima con aire acondicionado levantada en un desierto hecho vergel. Recuerda, porque ha llorado tanto por lo que pasó que a lo mejor lo que sucede es un recuerdo solamente. Las lágrimas ya están derramadas y su hija vendrá a su casa, a las siete, a recoger la cena como todos los días. Hoy le hizo judías con jamón: “Es que a mi niña le gustan mucho, sabe usted...” Recuerda.