jueves, 22 de septiembre de 2011

Matarás



En la noche de ayer miércoles, un hombre de raza negra llamado Troy Davis fue ejecutado en Georgia (Estados Unidos). En estos días se consumarán varias penas de muerte más en EEUU. El caso de Troy Davis ha tenido una repercusión especial, porque con casi toda seguridad era inocente. No había pruebas materiales que lo incriminaran. Y de los nueve testigos de la acusación, siete se retractaron aduciendo que habían sido presionados por la policía, la victima también lo era. En cuanto a los dos únicos testigos que no cambiaron su declaración: uno era un confidente; el otro, según la defensa del ejecutado, el verdadero autor del crimen.

El hijo de Mark McPhai el policía presuntamente asesinado por Troy Davis declaró antes de la ejecución de éste, preguntado por la inconsistencia de las pruebas que lo acusaban: “No tengo duda que debe ser ejecutado, él nunca demostró su inocencia y alguien tiene que pagar por la muerte de mi padre”.

Es que en el sistema judicial de los Estados Unidos, imbuido por la ética calvinista, no se busca el impacto social del delito, sus motivaciones, o la culpa. La Predestinación fundamento de sus creencias obvia todos esos problemas y los deja en un segundo plano. Lo importante es la reparación de daño causado, en el sentido más mercantil de la expresión. Por eso en un proceso penal, por muy grave que sea, se puede llegar a transacciones extrajudiciales. Los grandes bufetes utilizan la negociación (puro chantaje muchas veces) como forma de defensa. Pero, cuando no tienes nada con que pagar y aunque tal vez no seas siquiera tú el deudor, abonarás la compensación con la vida. El infierno es imprescindible para la manifestación total del atributo divino de la Justicia.

Troy Davis era: negro, pobre y vivía en el estado de Georgia, el paisaje donde transcurre “Lo que el viento se llevó”. Lugar que desde entonces, al parecer, poco cambio en cuanto a la erradicación de los prejuicios raciales. Estaba predestinado a pagar por un pecado recogido en unas Tablas de la Ley que hace ya mucho tiempo en su quinto mandamiento dicen: “Matarás”. El “no” que lo precedía borrado por la injusticia de los hombres de bien.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Torturas



Esta semana son innumerables las muestras de repulsa ante la barbarie del “Toro alanceado de Tordesillas”. La noticia ha abierto los telediarios; ocupado abundantes minutos en las tertulias, políticas o no, de radios y televisiones; cubierto espacios destacados en los periódicos de toda España. Es lógico. No hace falta echar mano a la Historia de almanaque esgrimida por defensores y críticos para concluir que es una crueldad gratuita, una diversión de salvajes.

Disiento en lo de tradición medieval. En las imágenes emitidas sobre este suceso, aparecen alusiones a héroes del futbol actual. “Me sentí Cristiano Ronaldo”, dijo el caballero campeón. Y la indumentaria y las actitudes de horda fuera de control de los participantes, tienen mucho más que ver con el gregarismo de las “masas civilizadas para no pensar” de nuestros tiempos, que con los ancestros a los que se cita.

Sigo a Erich Fromm cuando opino: que el “carácter social” es aquella estructura de comportamientos aceptados por la mayoría de los miembros de una sociedad histórica determinada. La gente cree hacer voluntariamente lo que el grupo espera que haga, para garantizar el funcionamiento del sistema. Estamos en el tiempo del consumismo desenfrenado, de la conversión de todo en mercancía, también de las personas: incluido su correspondiente etiquetado indeleble que llaman tatuaje, en una semejanza quizá alegórica con el hierro que marca al toro desde su nacimiento. Nuestros ganaderos invisibles son los dueños del Mercado Global que mueven los hilos del poder. Con la sutil amenaza del no seas raro no seas distinto, intentan crear rebaños seguidores de Lynch. Hoy fue un toro alanceado. Ayer un torero insultado hasta la vejación. ¿Mañana los somatenes matamoros en Badalona?

Pues en este mundo de personas, que como dice el poeta: viven dramas pasionales con las máquinas y son siempre muchos aunque estén siempre solos. Hasta a quienes criticaron los terribles hechos del Toro de la Vega, les cuesta salirse del camino trazado. Así, dedicaron apenas unas líneas a la noticia –coincidente en el tiempo con la anterior–, de que el Gobierno ha indultado parcialmente a tres mossos d'esquadra, condenados por detener ilegalmente y torturar a un hombre; tras mantener una discusión con él, cuando estaban fuera de servicio. Medida de gracia con la que evitarán su ingreso en prisión.

Todos debemos seguir a la mayoría, o nos expulsarán. Seguro.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Coincidencias repetidas.

Narrativa
Hace diez años me pidieron que escribiera sobre lo sucedido en Nueva York el día anterior, once de setiembre. Era demasiado joven para sostener con argumentos respetables, mejor expresado, aceptables, lo que pensaba. Escribí un relato. La ficción tiene la virtud del eufemismo. La excusa de la invención. Fue profusamente publicado. Su idioma original era el gallego.














En el autobús en que viaja Ernestina González todos lloran menos ella. Ella sólo recuerda. La cabeza de gigante de su yerno recostada en su minúsculo regazo, empapado en el llanto de él. Recuerda otro once de setiembre, otros aviones, otro olor a muerte: dulzón y espeso como éste que ahora respira. Recuerda su Chile natal. Recuerda el ruido de los vuelos rasantes, un silbido hiriente, la explosión después. Recuerda los programas de la radio interrumpidos por marchas militares. La vecina gritando: “Bombardearon La Moneda”... Se recuerda corriendo por las calles buscando un taxi, a los policías y bomberos que le impidieron pasar: “Perímetro restringido”, argumentaron. Sus protestas inútiles: “Mi esposo, mi esposo está ahí”. Recuerda los largos días esperando las listas de supervivientes, sus viajes a la Embajada Americana demandando ayuda para encontrar, aunque sólo fuese, el cadáver de su marido. Se acuerda de la carta de Nixon: “El pueblo americano comparte su dolor”. Recuerda la bolsa negra que le entregaron con la instrucción explicita de no ser abierta “por motivos de seguridad”. Recuerda a quien comandó el bombardeo entrar bajo palio en un templo, rodeado de hombres vestidos con túnicas, que rezaban a un Dios lejano y justiciero que les había ordenado destruir aquel edificio; donde su marido, su amor, se ganaba la vida como traductor. Recuerda, también, que a los asesinos los habían entrenado los que ahora se rasgaban las vestiduras. “Eran el único freno al socialismo”, le dijeron. “Los asesinos no frenan nada, sólo matan”, les contestara ella. Recuerda. “Comprendemos su dolor. Su marido era americano como nosotros, son daños indeseados. Cuestiones de alta política que usted no está preparada para entender”, la mano fláccida y sudorosa de Kíssinger derramando la mentira en la suya, entre unos dientes pintados de sonrisa de cartón. Le aconsejaron que se viniera para Estados Unidos, para Nueva York. Allí podría reconstruir su vida, darle un futuro a la hija que llevaba dentro. Recuerda, porque le parece estar viviendo lo que ya hace tanto vivió. Unos asesinos entrenados y financiados por los mismos que ahora les declaran enemigos. Los vuelos rasantes de aviones. Destruido el edificio donde trabajaba su hija. Un cadáver que nunca aparecerá, a lo más en forma de un plástico negro. Un perímetro vedado a las familias, marchas militares, banderas y arengas en la televisión. Cartas de condolencia del Presidente. Autobuses de familiares llorosos, blandiendo fotografías de instantes irrecuperables. El castigo no tardará en llegar, dicen; como ya dijeron la otra vez. Recuerda. Cuántas vidas de más inocentes costará esa justicia que se morirá de vieja, cómo aquella, en una finca apartada rodeada de guardaespaldas o en una jaima con aire acondicionado levantada en un desierto hecho vergel. Recuerda, porque ha llorado tanto por lo que pasó que a lo mejor lo que sucede es un recuerdo solamente. Las lágrimas ya están derramadas y su hija vendrá a su casa, a las siete, a recoger la cena como todos los días. Hoy le hizo judías con jamón: “Es que a mi niña le gustan mucho, sabe usted...” Recuerda.

martes, 6 de septiembre de 2011

Como siempre.

Narrativa

Viñeta de "Ese cobarde bastardo"
de Frank Miller


Me duele la mano. Mucho. La mano me duele mucho y la tengo hinchada, los nudillos despellejados.

Esta vez no me engañó, ¡es cierto! Pero, las llevó por las otras que sí lo hizo.

Me confundí de llave. Y además no se parecían. Una es de aluminio, roja, no pesa. La otra es de esas de seguridad, redondas.

Es cierto, fue una tontería.

Aunque la culpa la tuvo ella, por negar que recibiera mi carta. Por no querer ponerse al teléfono.

Sólo tenía que ir un momento a casa de la vecina y decirme: “No recibí tu carta, ¿qué querías?”

“Mándame el macuto de la Legión”, le contestaría yo, sin gritarle, tranquilo, sin rencor.

“Es mío, ya era mío cuando nos casamos. No te puedes quedar con él”.

¡Qué me lo olvide! ¡No me lo olvidé! ¡Tú me lo escondiste!, para fastidiar. Cómo haces siempre: ¡Para fastidiarme!

Por mucha paciencia que yo tenga, por mucha paciencia que tenga contigo. Cuando probé la llave y no era, es lógico que me cabreara: habías cambiado la cerradura, ¡cómo si yo fuese un ladrón! Qué me confundí de llave: ya lo sé. Pero la culpa es tuya, sólo tuya. Por no avisarme, por no decirme que no la cambiaras, por gritar que ibas a llamar a la policía.

Te crees que soy gilipollas, ¡si no tienes teléfono!, yo lo mandé cortar. Estaba a mi nombre. ¡Qué te iba yo a dejar hablar con tu madre, con tus amiguitas, con sabe dios quien...! ¡Para decir mal de mí como siempre!

La carta llegó de vuelta hoy a casa. La cogí ahora, cuando fui a buscar dinero y la escopeta de caza de mi padre, me la dio mi vieja: "Manolo, el cartero trajo esta carta de vuelta, la dirección está incompleta". Es una trampa. Aunque no tuviera la dirección completa el cartero te conoce, ¡y bien que te conoce!, seguro que os pusisteis de acuerdo.

Ya lo decía yo: recibiste la carta y no me lo dijiste porque la devolvieras, y no me avisaste que la llave no era la de la cerradura a propósito. Y me escondiste el macuto para que no me lo llevara, con las firmas de todos mis compañeros y todos los buenos recuerdos.

¡En ellos sí qué se podía confiar! ¡En un legionario se puede confiar hasta la muerte!: ¡No en una mujer, aunque sea la tuya!
Te di duro, pero te lo merecías. Siempre te lo merecías las veces que te di... La próxima no me colgarás... No me colgarás nunca más. Aunque te hagas la muerta y, ¡cómo siempre!: no me contestes..., te conviene obedecerme.